La Gaceta de Alejandría

¿Te gustaría suscribirte a la Gaceta de Alejandría?

SUSCRÍBETE AQUÍ

Me recuerdo a mí misma de adolescente jugando con mis amigos a las palabras. A veces se trataba de decir nombres de ciudades hermosas, o mejor dicho, nombres hermosos de ciudades. Invariablemente yo esperaba a que alguien dijera “¡Samarcanda!”, favorito entre los favoritos, para lanzar yo mi “¡Alejandría!”. Y aunque entonces lo ignoraba casi todo sobre esa ciudad, para mí ese nombre poseía tintes míticos y se me aparecía envuelto en brumas de misterio. No me habría extrañado nada encontrarla en el mapa junto a otras ciudades oníricas de la Tierra Media de Tolkien. 

A los dieciocho años tuve ocasión de visitarla pero, entonces, aunque mis ojos miraban, no eran capaces de “ver”. Mis padres tuvieron la mala ocurrencia de invitarme a realizar con ellos un crucero por el Mediterráneo. Durante todo el viaje me comporté como una tardo-adolescente atravesada, cuyo mayor entretenimiento era contrariar a mi madre. Recuerdo la llegada a Alejandría. Un puerto en el que esperaban hordas de vendedores de toda clase de baratijas supuestamente exóticas que nos gritaban desde el muelle; luego un autobús bien refrigerado nos fue transportando de un hito turístico al siguiente. Pasamos por catacumbas, mercados populares, pirámides, el desierto… Pero ni siquiera mi antiguo amor por esa bella palabra fue suficiente para sacarme de mi atolondramiento juvenil. 

¡Alejandría! Fue fundada en el año 331 a.C. por Alejandro Magno cuando entró victorioso en Egipto tras derrotar al rey persa Darío III. El emplazamiento le fue revelado en un sueño por un anciano de blancos cabellos que le recitaba insistentemente un pasaje de la Odisea: “Hay una isla en el mar turbulento, delante de Egipto, que llaman Faros”. Tras ordenar su diseño y construcción no se detuvo mucho en ella. Tenía prisa por acudir al oasis de Siwa para consultar su famoso oráculo. El profeta Amón le aseguró que era un ser divino y así, como un joven dios, Alejandro se dispuso a conquistar todo Asia para llevar la armonía al mundo. Al cabo de ocho años murió mientras Alejandría, su ciudad, iniciaba su increíble andadura histórica. 

Tendemos a pensar en Atenas y Roma como los grandes centros de la antigüedad mediterránea olvidando la magnitud que llegó a adquirir Alejandría bajo la estirpe griega Ptolemaica. Allí estaba su Faro, considerado como una de las siete maravillas del mundo clásico. El Soma, mausoleo que llegó a albergar el sarcófago de oro de Alejandro y que se convertiría en el eje desde donde se extendería la ciudad. El Museion, el primer centro científico del mundo, un santuario consagrado a las Musas, diosas de las artes y de las ciencias en el que se encontraba la célebre Biblioteca, que en el año 250 a.C. albergaba más de 400.000 volúmenes y llegó a ser la más famosa y completa de la antigüedad. También existía un jardín botánico con plantas de todos los países conocidos, una colección de animales y un observatorio astronómico. En ese gran centro de enseñanza e investigación, sabios como Arquímedes, Euclides, Aristarco de Samos, Eratóstenes, Apolonio de Pérgamo, Herón de Alejandría, Hipatia… se dedicaban a escribir, a investigar, o a impartir sus conocimientos entre alumnos llegados de todo el mundo. 

No he vuelto nunca a Alejandría, al menos físicamente. Pero sí la visito a menudo, cuando siento nostalgia de ella, a través de la obra de dos ilustres escritores: los poemas de Constantino Cavafis y El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. La ciudad que ellos conocieron, habitaron y describieron en su obra es la Alejandría reconstruida tras la invasión napoleónica por Mehmet Alí, el virrey del sultán turco en Egipto, hombre fascinado por la modernidad y suntuosidad napoleónica. Mehmet Alí diseñó una ciudad de amplias avenidas y edificios afrancesados, pero construida de forma tan rápida y anárquica que no se podía considerar hermosa. En el siglo XIX Alejandría se convirtió en un próspero puerto comercial, el dinero corría a raudales y la ciudad se llenó de extranjeros, hasta el punto de que no resultaba demasiado exótica para los visitantes. Más bien les recordaba a Marsella. Pero cuando se encontraban con los nativos, las cosas cambiaban. Allí estaban los mendigos más espantosos que uno pudiera imaginar, a menudo ciegos o con un solo ojo debido a la oftalmia; allí estaban el polvo, la mugre, el analfabetismo, el desierto, la extrema pobreza, en suma, coexistiendo con una animada vida social. El escritor E. M. Forster describió así la Alejandría de principios del siglo XX: “Gente siempre bien vestida, que no para de conducir en cualquier dirección: ese es su ideal de vida”. 

Constantino Cavafis fue el poeta que lograría conectar el pasado grandioso de Alejandría con el mundo contemporáneo. Su familia, griegos de Constantinopla, se estableció en la ciudad egipcia a mediados del siglo XIX durante su apogeo como puerto comercial, donde desarrolló un próspero negocio de exportación de algodón egipcio. Cuando el padre de Cavafis murió en 1870 dejando un exiguo patrimonio, las estrecheces económicas no abandonarían nunca a la familia. El propio poeta se ganó siempre humildemente la vida como un oscuro funcionario de la Tercera Sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas, donde permaneció treinta años sin alcanzar un puesto fijo debido a su nacionalidad griega. En su piso de la Rue Lepsius número 10 y en los cafés de Alejandría, donde componía una solitaria y familiar figura, Cavafis fue construyendo su mitología de Alejandría, escenario de su particular galería de personajes: príncipes de segunda fila, damas bizantinas largo tiempo olvidadas, nobles y poetas seleúcidas y de Antioquía, soldados griegos y, sobre todo, esos hermosos jóvenes que se abandonan en oscuros tugurios a los amores furtivos. Conservo un recuerdo vívido de la primera vez que leí los poemas de Cavafis. Era por la tarde, estaba sola y sentada a mi mesa de trabajo. Abrí el ejemplar de su Poesía Completa de Alianza Editorial, con la excelente traducción de Pedro Bádenas y esa hermosa cubierta que todavía permanece: un cuadro de Alma Tadema en el que un grupo de idealizadas jóvenes griegas escrutan el horizonte desde una terraza sobre el mar. No sé cuántos poemas llevaría leídos, ni en cuál me encontraba — ¿El dios abandona a Antonio?, ¿La ciudad?, ¿Ítaca?— pero en un momento dado, como si hubiera sido alcanzada por un rayo, tuve que detener la lectura, tal era la intensidad de la emoción. Apreté el libro contra el pecho y aspiré hondo en busca del aire que me faltaba. ¡El terebrante poder de las palabras! Esa fuerza que nos deja sin habla, que nos supera por completo y que, al igual que sucede con el amor o con la música, nos convierte durante breves instantes en una dinamo de sensibilidad. La poesía de Cavafis me sigue produciendo una intensa emoción, y aunque ésta ya no se desborda, pienso, como Luis Cernuda, que El dios abandona a Antonio es uno de los poemas más bellos que jamás se han escrito sobre una ciudad.

Recientemente he vuelto a visitar Alejandría. A decir verdad, me hallaba en una ciudad a la que había acudido a ver a un ser querido, imprescindible, que se hallaba apagándose en un hospital. Al rebuscar en la biblioteca de la casa en la que me alojaba un libro que me acompañara durante los largos trayectos en metro y autobús, me salió al encuentro Justine, el primero de los libros que componen El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, en la magnífica traducción de Aurora Bernárdez. Ahora estoy segura de que nosotros no buscamos los libros, sino que son ellos los que nos buscan a nosotros, propiciando un intrincado laberinto de gozosos encuentros y descubrimientos. Había leído “El Cuarteto” hacía años. Recuerdo que me pareció “bueno”, pero no pasó de ahí. En esta ocasión, cuando iba por la página veinte atravesé el espejo y me sumergí de lleno en Alejandría, incapaz de sustraerme a su magia. 

Lawrence Durrell llegó a Egipto en 1941 huyendo de la invasión nazi de Grecia donde llevaba años viviendo y tratando de abrirse camino como escritor. Tras unos años en El Cairo, en 1944 fue nombrado agregado de prensa por el Foreign Office en Alejandría y su trabajo consistía en que Gran Bretaña y su esfuerzo bélico tuvieran buena imagen ante los medios de comunicación locales. La primera reacción de Durrell en Alejandría fue de total rechazo; seguía sintiendo la pérdida de Grecia como una amputación. A la imagen de una Grecia que se le aparecía resplandeciente, como un paisaje hecho a la medida de la existencia humana, anteponía el de una Alejandría sórdida, derruida, una especie de Calcuta del Mediterráneo. En las primeras cartas que escribió a sus amigos, Alejandría era descrita sin ningún entusiasmo, incluso denigrada. A Henry Miller, por ejemplo, le decía:

No. Creo que no te gustaría […] esta sórdida, derruida y acabada ciudad napolitana, con sus montículos levantinos de casas desconchándose al sol. Un mar plano, sin olas, de un sucio color marrón, rozando el puerto. Hay árabes, coptos, griegos, franceses; no hay arte ni verdadera alegría […] y la infelicidad personal y la soledad se reflejan en todos los rostros. 

Decididamente, Durrell creía encontrarse en la orilla equivocada del Mediterráneo. Pero desde su infancia en la India había aprendido a adentrarse a través de los diferentes pliegues de la realidad. Él sabía que tras el mundo grisáceo de la realidad cotidiana existía un mundo dorado que él llamaba “heráldico” y en el que habitaba mientras escribía un poema, mientras bebía un buen vino, mientras amaba a una mujer. Durrell no tardó en captar que Alejandría era una ciudad heráldica. Todo en ella adquiría una dimensión mítica y todo lo que de ella extraía se iba convirtiendo en oro literario. Y él, tan atento siempre a captar el espíritu de los lugares, se dio cuenta en seguida de que éste estaba personificado en Cavafis: él era el genius loci de Alejandría, el que había sabido conectar de forma excelsa en sus poemas el pasado de la ciudad con su caótico presente, haciendo soportable vivir en ella. Grecia le había dado la belleza del paisaje. Alejandría le dio lo que necesitaba en ese momento: “Una atmósfera de sexo y muerte que asombra por su intensidad”. Mientras leía Justine de camino al hospital sentía que había sido escrita con las vísceras, con sangre. Es una novela que exuda sexo, sudor y humores de todas clases, pero también es profundamente poética. Lo bello y lo siniestro coexisten en cada una de sus páginas y en ella la ciudad es tan física que huele y duele. Pero por encima de todo derrocha pasión por la vida. Oigamos al propio Durrell:

¿Qué resume la palabra Alejandría? Evoco en seguida innumerables calles donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y de los mendigos […] Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Hay más de cinco sexos […] y la mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir Alejandría con un lugar placentero.

La Alejandría de Durrell no aparece como una luminosa ciudad mediterránea. Es un lugar frío y húmedo, de amaneceres lluviosos y donde las tormentas de arena no son infrecuentes. Sus atardeceres de color malva y los reflejos metálicos del lago Mareotis quedan fijados para siempre en la retina del lector. Los personajes de “El Cuarteto” pululan por una atmósfera inquietante, seres —como el propio Durrell— arrastrados por la guerra, restos de naufragios procedentes de todos los rincones de Europa y que él iba convirtiendo en actores de la obra que crecía en su cabeza. Pero en Alejandría había algo que fascinó inmediatamente a Durrell: sus mujeres.

[…] Incomparablemente más bonitas que las de Atenas o París; la mezcla de coptos, judíos, sirios, egipcios, marroquíes y españoles da esos ojos de mirada profunda, la piel pecosa y aceitunada, los labios y narices aguileñas y un temperamento que es como una bomba.

Así se las describió a su amigo Henry Miller, instándole a venir a conocerlas. Una noche, durante una fiesta, se cruzó en su camino Eve Cohen, una “griega judía atormentada”, como se la describió a su amigo Miller y a la que transformaría en el personaje central de su novela Justine y en el propio símbolo de Alejandría. En un pasaje de “El Cuarteto” Durrell escribe: “Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura”. Con Eve Cohen hizo las tres, además de convertirla en su segunda esposa. Una de las escenas memorables de Justine es cuando el narrador la ve por primera vez reflejada en el espejo del vestíbulo del Hotel Cecil, entre palmeras polvorientas, “ceñida en un vestido de lentejuelas plateadas, el magnífico abrigo de piel echado sobre la espalda como los campesinos llevan la capa, su largo índice enganchado en la cadenilla”. Los espejos aparecerán de manera recurrente en la novela, como símbolo de una ciudad fragmentada y prismática que el narrador se esfuerza por descubrir y personifica en una mujer: “Una auténtica hija de Alejandría, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una amalgama”. Justine. 

La novela está llena de momentos que colman al lector y perduran en la memoria como maravillosas criaturas surgidas de un océano inexplorado y al mismo tiempo muy familiar. Como el de aquel amanecer primaveral, con el narrador tendido junto a una mujer desnuda en un cuartucho, cerca de la mezquita mientras se eleva en el aire la plegaria del muecín; o las rodajas de sandía compradas en un tenderete en una callejuela y que nos transmiten todo el placer de una lejana tarde de verano; o la latita de aceitunas de Orvieto encontrada en un escaparate y consumida en la misma tienda de ultramarinos, para “comerse Italia” y aplacar así profunda nostalgia por la otra orilla del Mediterráneo; o cuando en su primer encuentro con Justine, el narrador aspira el cálido perfume estival de su ropa y su piel… “perfume que se llamaba, no sé por qué, Jamais de la Vie”. 

El espejo del vestíbulo del Hotel Cecil ya no existe; desapareció durante una de las remodelaciones del edificio, engullido por el tráfago del tiempo. El nº 10 de la Rue Lepsius, el domicilio de Cavafis, es ahora el nº 4 de la calle Sharm el Sheikh y de la Alejandría de Durrell y de Cavafis poco o nada queda ya. “La realidad… no hay nada que con el tiempo se contradiga más”, escribió Durrell al final de su obra. Quedan los recuerdos, no la realidad y Alejandría es la ciudad del Recuerdo. La ciudad mítica de Durrell y de Cavafis.

Al principio de Justine el autor nos advierte de que los personajes de su novela son ficticios y que nada tienen que ver con ninguna persona viviente. Sólo la ciudad es real. ¿Real? ¿No es acaso esa la palabra de la que Nabokov afirmó ser la única que deberíamos escribir siempre entre comillas?

María Belmonete